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La respuesta no es policial, es política

Fuentes: Editorial de La Tizza

27 de noviembre, 27 de enero, 30 de abril: han sido días seleccionados por la derecha procapitalista en Cuba —no hay dos derechas— para el intento de engordar sus bases sociales mediante una agitación que nos reclama «presentes» a su pase de lista.

Pero los voceros del convite no cayeron de pronto en San Isidro desde el Empire State, aunque les haga tanta ilusión subir por las escaleras todos los pisos del rascacielos. Se formaron en las aulas arrebatadas por el pueblo cubano al título III de los señores Helms y Burton. Allí aprendieron el valor simbólico de las fechas. En procesiones solemnes de nombres, exclamaron ese otro «presentes» con que invocamos los cubanos a los héroes. No son originales.

Engrosan la que pudiéramos llamar una «contrarrevolución de las vísperas», como si quisieran lastrar los significados del 27 de noviembre, del 28 de enero o del 1º de mayo. Necesitan construirse un calendario que le respire en la nuca al nuestro, para ver si lo envenena. Es previsible que el 25 de julio, 12 de agosto, 27 de septiembre, 9 de octubre y 31 de diciembre sean blancos fáciles del almanaque.

Sin embargo, la agitación continuará en cualquier momento que le resulte propicio y priorizará los escenarios del malestar nacional o aquellos de la insuficiencia institucional.

Provocación —custodia preventiva— subrepticias citaciones a declarar —falaces huelgas de hambre— desmontajes en el Noticiero Estelar —sustitución de las acciones políticas por las policiales— tratamientos desfasados y defensivos —respuestas autoinmunes— exceso de confianza en «nuestra fortaleza ideológica» —conocimiento minucioso de los adversarios e ignorancia supina de los factores que nos adversan…

La secuencia podría continuar. Este parece ser el modo en que se encadenan hoy la acción de la derecha con la reacción del Estado.

Ese modo, ¿sirve para la profundización del socialismo? ¿Sirve al desarrollo del sujeto revolucionario popular? ¿O solo provoca la reproducción in vitro de la reacción procapitalista y de la burocrática, acuarteladas cada una frente a la otra?

No pocas personas, incluyendo a participantes en la «sentada» del 27 de noviembre pasado, han reconocido que la heterogeneidad de los congregados ese día, su voz, fue cooptada por el sector más beligerante contra la Revolución. Porque, si bien no reconocemos una correspondencia directa entre «Estado» y «proyecto revolucionario», buena parte de ese sector también se opone a la posibilidad de que la Revolución resuelva sus problemas y les encuentre salida por la izquierda y, también, a toda oportunidad de que se establezca una continuidad real entre los nuevos actores de la sociedad civil y el horizonte comunista de la Revolución.

Digámoslo más claro: a varios de los participantes en la «sentada» del 27N, sin ser todos mercenarios —pues sí hubo mercenarios, y allí se enseñorearon—, les aterra que se pueda constituir en Cuba un nuevo bloque histórico revolucionario, y pulsan para cancelar esa posibilidad.

Si la motivación de la mayoría de los participantes el 27N no estaba fundamentada en la narrativa divulgada por los medios estatales sobre un «golpe blando», quienes se convirtieron en el «núcleo duro» de las actividades que se sucedieron los últimos cinco meses sí exhiben un claro objetivo procapitalista y golpista. Objetivo que busca sacar ventaja de una situación ya bastante inestable producto de la crisis mundial de la Covid-19, el recrudecimiento del bloqueo —incólume desde la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca—, la escasez, el desabastecimiento, la dolarización parcial de la economía y el impacto del Ordenamiento monetario, cuestiones que se suman a los acumulados de desigualdad, pobreza, burocracia y demás problemas estructurales por resolver.

El 27 de noviembre, como resultado de una situación «excepcional», el Estado se sentó a la mesa con representantes que sintetizan tres cualidades políticas: «oposición», «contrarrevolucionaria» y «procapitalista».

Ese día, la actuación de las autoridades cubanas evidenció varios problemas aún vigentes, entre ellos:

i) la falta de disposición para convocar a la franja poblacional que apoya al proyecto revolucionario —y desea su profundización— o que, en un sentido más restringido, se adhiere a las políticas de Estado;

ii) la misión autoasignada por ese Estado de sustituir una movilización popular que recupere formas de la democracia directa, por los roles que él pueda desempeñar de «mediación» y «representación»;

iii) una mayor preocupación de funcionarios y dirigentes por la repercusión de determinados acontecimientos políticos en la arena internacional que por la insolvencia histórica de prácticas, ideas y modos de funcionar en el plano nacional, y el quiebre que esta obsolescencia genera en la hegemonía del poder revolucionario.

Los hechos del último semestre evidencian un escenario menos inmediato y perceptible que el de las colas del pollo, pero del cual no es ajena la «contrarrevolución de las vísperas»: los vacíos de liderazgos comunistas en el país, que no han podido cubrir las estructuras de su sistema político y, en consecuencia, la ausencia crónica de movilizaciones revolucionarias efectivas, cuyos escasos y alentadores ejemplos más recientes no tuvieron su origen en la iniciativa institucional-estatal.

Los hechos de las dos últimas semanas después de concluido el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba, demuestran, por su parte, la profunda desconexión entre el «deber ser» y la traducción de tales pautas en cursos de acción integrales y coordinados.

El Estado recurre a la presentación del levantamiento del bloqueo como solución a muchas de nuestras carencias y desafíos. Con ello, limita la cualidad antimperialista y anticapitalista que define al proyecto revolucionario cubano y que puede rastrearse como elemento de comunidad en los sectores más radicales de las izquierdas en la Isla a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI.

Por otro lado, los efectos del bloqueo han servido como manto a incontables errores y desviaciones, pero dejar de reconocer su impacto, denunciar la «falta de derechos» como antesala de la petición de una invasión militar estadounidense contra Cuba, escribirle una carta a Biden para disuadirlo de «normalizar» las relaciones y sentarse en la mesa con lo más rancio de la derecha europea — esa que envía navajas o balas en sobres — constituye la confirmación de la cortina de humo populista de la derecha y sus colonizados, quienes buscan correr la cerca hasta incluirla en la izquierda dizque «crítica» y autopresentada como tal.

En medio de la lidia con los déficits estatales, para un pueblo como el cubano y una cultura política como la franqueada por sus bregas seculares en favor de la independencia, la soberanía, toda la libertad y toda la justicia, la autoorganización no podrá concebirse al margen de la reorganización de los vehículos de poder popular creados por la revolución. He ahí la dificultad de la tarea, que suelen obviar los acomodados de todas las tendencias, a quienes importa más saberse impolutos o precisos en sus análisis de coyuntura, que útiles. Todo retardo en la autoorganización popular, en los barrios y en los centros de trabajo, será suicida y todo avance en ese sentido también lo será si se desconecta de la reorganización de nuestros instrumentos de poder.

Hasta que no comprendamos que lo que pensamos, la forma en que procesamos nuestras experiencias vitales, los sentimientos y prejuicios que portamos, las expectativas de participación, bienestar y plenitud que formó la Revolución en cada uno de nosotros —y que hoy se convierten, por fortuna, en un importante polo de demanda para que el proyecto dé más de sí—; en suma, hasta que no comprendamos que las ideologías forman parte de la realidad y prefiguran la apropiación que hacemos de ella, en un mundo hostil a toda alternativa de emancipación, terminaremos dando por sentado que la inercia de «las conquistas históricas» asegurará siempre al pueblo para la causa de la Revolución, precisamente cuando es el alma de ese pueblo el mayor objeto en disputa en este momento en que la lucha por la hegemonía cultural delimita el teatro de la lucha de clases.

Encima de esto, nuestros medios nos hacen el magro favor de recurrir a argumentos de corte elitista y disciplinario —en el fondo conservadores— como son «la pésima conducta social» de los contrarrevolucionarios, sus antecedentes penales, su falta de «decencia», su «no respetabilidad», entendida esta como ausencia de los atributos propios de «la gente de bien», «la moral» y «las buenas costumbres» —lo que sea que signifique eso—, y no como la indignidad que emana de su oposición y desprecio al proyecto revolucionario del pueblo y, en no pocos casos, su vergonzoso servilismo a los círculos de poder norteamericanos que instruyen y sustentan a muchas de estas personas.

¿Por qué consideramos que «líderes», «lideresas» y actores del Movimiento San Isidro y el 27N se ubican en la oposición contrarrevolucionaria de derecha?

En lo esencial, por:

i) su articulación, de manera consciente o inconsciente, con la agenda sobre Cuba del gobierno de los Estados Unidos y otras potencias;

ii) su apuesta capitalista para «solucionar» los problemas de la economía cubana;

iii) su concepción burguesa y liberal de la democracia y la política. Además, por el uso populista —en el peor sentido del término— de las demandas legítimas del pueblo, por su falta de transparencia y por las prácticas de exclusión, linchamiento y egolatría que caracterizan al circuito social que lideran.

En conjunto, conforman un bloque antipatriótico, que de forma activa o tácita considera al gobierno de los Estados Unidos, o a sus punteros, como un actor legítimo de la política interna.

Esa contrarrevolución utiliza como cócteles Molotov verdades de la realidad nacional, de sus problemas y conflictos, de sus desafíos y angustias, de sus lados flacos que son atribuibles a nosotros y no solo a los yanquis. Pero la verdad se define también por lo que hacemos con ella. No se puede coincidir con la contrarrevolución por el mero hecho de que vocifere las situaciones que millones de cubanos discutimos en núcleos del Partido, asambleas de barrio, rendiciones de cuenta, o en el trabajo abnegado y silencioso de este pueblo sobre sí mismo en comunidades, fábricas y campos del país. Esa no coincidencia obedece a una razón clara: la verdad se compone también del proyecto de sociedad que ella pone en la palestra e intenta fundamentar. Por tanto, no debemos perder de vista que estamos en el curso de un enfrentamiento entre las verdades de la «contrarrevolución de las vísperas» y las verdades del pueblo. Sin identificar bien que la pluralidad real — la única de signo favorable a la emancipación anticapitalista — reside en este último, se continuará cayendo en la ceguera lacerante de sospechar de compañeros y compañeras que reclaman y trabajan por más libertad, mejor democracia, más socialismo, vectores todos de profundización revolucionaria si los asumimos con audacia y honestidad, pero sin permitir que degeneren en los manglares de costa tras los cuales se agazapan el enemigo y los oportunistas que esperan su turno de fama.

La única libertad que tiene para ofrecer el capitalismo es la de decidir qué hacer con lo que ha quedado después de que nos lo quitan todo; sobre la forma en que deseamos ser explotados; sobre el modo en que el espejismo de mejora de nuestra condición individual en las potencias centrales hacia las que muchos miran, se vuelve cómplice de la explotación mundial, del gran vasallaje de otros pueblos del mundo.

En medio de la situación de arreciamiento de la lucha de clases y de la conflictividad social que vivimos, es importante tener lucidez sobre lo siguiente: se han manejado policialmente asuntos que son, en esencia, políticos. El Estado tiene una responsabilidad central en que así haya sido, pero estamos a tiempo de una «cura de caballo». Lo que ocurre no es un simple «choque» entre el Estado y opositores. Esa percepción ha sido facilitada por las autoridades cubanas con la actitud mantenida hasta ahora. Estamos en presencia de un «choque» entre proyectos radicalmente diferentes. Las autoridades han simplificado el problema al «mercenarismo» y, sobre esa base, se ha manejado como un asunto de Seguridad Nacional; por ende, policial. Reproducen, de manera tácita, una comprensión paternalista del pueblo, al que hay que alejar de la fuente del mal al neutralizar policialmente la expresión del enemigo, como si el pueblo no fuera capaz de discernir y reducir al ridículo la más performática «sentada», como si el pueblo no fuera capaz de proclamar su verdad y explotar burbujas prefabricadas.

En la transición socialista estamos obligados a hacer las cosas diferentes. Ser originales no es para nosotros un affaire, sino un imperativo histórico. Causa estupor escuchar a compañeros pedirle al Estado que siga las reglas del derecho (burgués) internacional para atender y resolver sus problemas. Preocupa leer llamados a que nos ciñamos a procederes y normas que «están ya inventados» y «funcionan», haciendo elipsis de las enormes posibilidades creativas de una sociabilidad y cultura nuevas, de un nuevo orden civilizatorio, que son las piedras de toque del socialismo.

Emprender esa senda es mucho más difícil. Lo sabemos bien. Tanto como sabemos que la Revolución no vivirá solo de declaraciones ni editoriales, por meridianos que sean o parezcan. Las declaraciones pueden convertirse también en las prótesis de quienes desean tener limpia la conciencia antes de dormir cuando la Patria nos pide a todos que saquemos la fe a la calle y la pongamos en función dialógica con todos los colores emancipatorios y anticapitalistas del inmenso arco en que esa fe se inscribe.

No nos cansaremos de repetir que los medios que nos damos educan para el fin y no se pueden pretender la democracia socialista ni la reunión de la justicia con la belleza apelando a la obsecuencia, la genuflexión del criterio propio, la manifestación deshonesta de los disensos, o la supresión de la diversidad, ese logro extraordinario del socialismo, imprescindible para enfrentar la guerra cultural que se nos hace.

Los burócratas conservadores en sus aposentos se regodean mirando hacia América Latina. Sienten, al hacerlo, que pueden fumarse su tabaquito en paz. Los colonizados mentales, en cambio, juzgan que debemos parecernos más a la ecuación de gobernabilidad, políticas públicas y derecho consuetudinario con que el capitalismo acomete sus quehaceres.

Otros abordan la Constitución que aprobamos el 86 % de los cubanos como la creadora del estado de cosas, como «constituyente» de realidades y no en tanto «constituida» por la política real. La Carta Magna contiene líneas tentativas, semillas de posibilidad para el avance hacia un estadio más profundo de la transición socialista en una época de disputas. Pero no podemos olvidar que la nueva letra impresa es contentiva de una correlación de fuerzas menos concentrada que antes en la clase popular, además de un contexto desfavorable de tensiones que se suman a las de la crisis de los últimos treinta años, y que sus contenidos radicales y socialistas no valen por sí solos para hacerse cumplir. Tenemos que hacerlos cumplir con una renovación por la izquierda —de otro modo no podría ser renovación— de los ejercicios de poder y con un incremento en los niveles de salubridad de los modos de hacer política comunista en Cuba; esto es: de una movilización permanente de masas que reencante al socialismo, que reconecte a la gente con sus utopías y realizaciones y refunde sus mecanismos. En ese sentido, la Constitución no puede ser remanso ni coraza, sino ariete que use el pueblo trabajador que la aprobó, para derribar muros y enemigos que pretenden bloquearle su futuro deseado.

No se puede seguir llevando policías allí donde hay que llevar conciencia socialista, liderazgo y moral revolucionaria. El pueblo no puede quedar convertido en un espectador con celulares en la mano, a merced de la falta de apelación a él para que se ejercite en la batalla de ideas que Fidel lanzó y que ha sido, en la práctica, abandonada.

Debemos oponer pensamiento allí donde solo prima la humareda mediática que intenta opacar el entendimiento y obnubilar el juicio para que parezca que toda activación del pueblo es «orientada», «controlada». Pero para derrotar esa percepción, no del todo infundada, la activación popular debe ser cualitativamente superior. Ya no solo para oponer consignas a mentiras, sino para argumentar, inquirir, convencer y razonar. Y esto es válido en la confrontación directa con la contrarrevolución, pero, también, en la confrontación indirecta, incluso más eficaz: aquella donde el pueblo se organiza, moviliza y rebela contra las taras propias, para superarlas.

Pese a declarar lo contrario una y mil veces, la «contrarrevolución de las vísperas» jamás ha dado muestras de apegarse a esa falacia propagandística de que «cabemos todos, todas y todes». Al contrario, a lo largo de estos meses cada vez dan cabida a menos y han potenciado un discurso de odio, fascista y anticomunista. Recordemos que, pequeño detalle, los fascistas encarcelaron y mataron —entre otros— a los comunistas.

Pero tanto en sus formas dictatoriales más descarnadas como en sus formas republicanas y democráticas, los comunistas cubanos no tenemos por qué esperar un destino diferente al de la anulación —física o política y social— si triunfan los intentos de la derecha burguesa en Cuba.

Frente a este contexto y ante los límites que manifiesta la participación popular en la defensa del proyecto revolucionario, es hora de recordar lo que hace 95 años nos quiso decir Julio Antonio Mella con su huelga de hambre, con su maravillosa indisciplina frente a la domesticación del Partido y su disposición real a entregar la vida: la libertad y la justicia social no son donaciones, sino las hijas de una pelea dura y curtida. Esa pelea tiene un solo protagonista: el pueblo.

Fuente: https://medium.com/la-tiza/la-respuesta-no-es-policial-es-pol%C3%ADtica-d2cecf6da003