En América Latina, donde las prácticas corruptas a escala gubernamental se han convertido en moneda corriente, los turbios manejos de la constructora brasileña Odebrecht y su vinculación con distintos gobiernos de la zona están demostrando –desde 2014, cuando se dieron a conocer las primeras irregularidades– la extensión y la profundidad que la corrupción tiene en la esfera de la gestión oficial. Pero a la vez está poniendo en evidencia un hecho que los ciudadanos, con la mirada puesta en sus autoridades, a menudo tienden a olvidar: que la corrupción pública se alimenta en gran parte de fondos privados.
La corrupción tradicional
se manifiesta mediante el saqueo de
los fondos del Estado, que en su origen pertenecen a los contribuyentes;
la variante en esta ocasión encarnada por Odebrecht, en cambio, tiene
lugar por medio de recursos que pasan de manos de particulares a las de
personajes que ocupan un estratégico puesto público, en lo que
constituye una especie de inversión que producirá jugosos réditos
mediante la adjudicación de licitaciones, exenciones fiscales, permisos
de operación o algún otro beneficio disfrazado de concurso bien ganado.
Así las cosas, no es casual que esta forma de corrupción se
haya intensificado en años recientes, cuando el modelo que privilegia la
libre empresa y la asunción por la iniciativa privada de las funciones
propias del Estado llevó a cabo su consolidación. Si la columna
vertebral del modelo pasa por el empleo irrestricto del capital –es el
razonamiento subyacente–, ¿qué impide usar éste para comprar
el
derecho a operar bienes y servicios o a obtener ventajas competitivas?
En un sistema en el que desregularizar es la norma, convertir las
regulaciones en un producto de mercado no parece demasiado censurable,
aunque haya que hacerlo furtivamente.
Una pregunta se impone: ¿es Odebrecht un caso único, un episodio
excepcional o, por el contrario, se trata sólo de la clásica punta del
iceberg que esconde bajo el agua la mayor parte de su volumen? Por lo
pronto, con presencia en 27 países, según investigaciones recientes, la
empresa con sede en Salvador de Bahía, Brasil, ha entregado aportes a intermediarios
(elegante eufemismo por sobornos
)
a funcionarios en Argentina, Colombia, República Dominicana, Ecuador,
Guatemala, México, Perú y Venezuela, más algunos países de África.
Y probablemente sea una ingenuidad pensar que ahí se agota su caudal de operaciones.