La tradición quiere que la desorganización del caos precede a la
formación del mundo y es, desde luego, involuntaria. El gobierno Bush la fomenta
en Irak deliberadamente y cuestiona esta antigua concepción: sucede que buena
parte de las atrocidades atribuidas a las milicias chiítas o sunnitas son la
obra de fuerzas especiales y comandos que el gobierno controla y especialistas
yanquis entrenan .
Es habitual encontrar cuerpos de personas que fueron
esposadas, torturadas y fusiladas. Puede tratarse de los 17 pequeños
comerciantes y taximetreros de la aldea de Taji, a 16 km al norte de Bagdad, que
en mayo fueron secuestrados por unos 50 hombres con uniforme del ejército iraquí
que descendieron de vehículos militares y los arrancaron de sus casas . O de los
15 campesinos detenidos en un mercado bagdadí que a comienzos de ese mismo mes
fueron hallados en la zona industrial de Kasra-Wa-Atash con un tiro en la cabeza
. Son víctimas de escuadrones de la muerte que ejercen una violencia más
sistemática que la de los terroristas suicidas que también matan civiles
indiscriminadamente.
Es notorio que poco después de la invasión, EE.UU.
comenzó a reclutar a ex miembros de las fuerzas de seguridad de Saddam Hussein
para combatir a la naciente insurgencia y reabrir centros de tortura como Abu
Ghraib. Al mismo tiempo y con el mismo objetivo, milicias de chiítas extremistas
se dispersaban por territorio iraquí. Los unos y los otros fueron formalmente
incorporados al Ministerio del Interior bajo los sucesivos gobiernos
provisionales inventados por las tropas ocupantes. Chiítas y sunnitas
presuntamente enemigos comparten oficinas de la dependencia y misiones que los
jefes de turno ordenan. A Washington le sobra experiencia en materia de
ejecuciones extrajudiciales: la propia CIA informó que fueron 21 mil durante la
guerra de Vietnam.
La opción El Salvador”
Los asesores
norteamericanos enseñan a las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes en qué
consiste “la opción El Salvador”, el programa de contrainsurgencia de Reagan que
segó la vida de decenas de miles de campesinos salvadoreños. Resulta imposible
saber con exactitud cuántos civiles iraquíes son víctimas de los escuadrones de
la muerte. Faik Baqr, director de la morgue central de Bagdad, declaró que el
número de muertes sospechosas bajo Saddam eran de 200 a 250 por mes, con unas 16
producidas por disparos. Bajo la ocupación estadounidense, esa cifra oscila
entre las 700 y 800 mensuales, con unas 500 motivadas por armas de fuego. Se ve
que ahora hay democracia en Irak.
El actual viceministro del Interior
encargado de los servicios de inteligencia, Hussein Ali Kamal, alega que los
asesinos no forman parte de su personal y que se trata de insurgentes
disfrazados de policías que matan para fomentar enfrentamientos sectarios. Por
su parte, los periodistas en el terreno señalan “el extraordinario sentido de
impunidad que preside los secuestros y las ejecuciones” y el armamento y los
vehículos militares que se emplean, propios de las fuerzas de seguridad del
“nuevo Irak”. Yasser Salihee, un periodista de la cadena de periódicos Knight
Ridder, reunió varios testigos dispuestos a denunciar la participación de
comandos oficiales en 12 asesinatos de civiles. Steven Castel, hoy principal
asesor norteamericano del Ministerio del Interior iraquí y antes jefe del
servicio de inteligencia de la DEA, negó las acusaciones, pero el asunto quedó
ahí: pocos días después, un francotirador norteamericano acabó con la vida del
periodista. Casualidades son casualidades.
La Casa Blanca habla de
retirar 50 mil efectivos el año que viene, pero no ha abandonado su objetivo
central: controlar militarmente a Irak para exprimir sus riquezas energéticas
por intermedio de un gobierno títere y, si esto fuera imposible, alimentar el
caos y los conflictos sectarios a fin de mantener la inestabilidad del país
ocupado. Para ello no vacila en contratar y entrenar a asesinos profesionales:
los “halcones-gallina” no pueden permitir que un gobierno iraquí fuerte acaricie
la fantasía de detener la ola de “privatizaciones” petroleras que prosiguen y de
anular la prevista apertura de las reservas de oro negro a inversores
extranjeros seleccionados que, según The Independent, llevaría unos 200 mil
millones de dólares a los bolsillos de los amiguetes de W. Bush. Ahora se
entiende qué quería decir el presidente norteamericano con “la liberación” de
Irak.
La mente calenturienta de los llamados neoconservadores no se
detiene ahí. El Pentágono elaboró hace años un plan secreto destinado a servir
de pretexto para intervenir militarmente en países donde grupos terroristas
“ponen en peligro su soberanía” . El plan consiste, qué raro, en extender
deliberadamente el terrorismo. El conocido periodista del New Yorker Seymour
Hersh reveló en abril que el Pentágono no sólo infiltra esos grupos con agentes
provocadores que financian y acicatean sus ataques: también crea sus propios
grupos terroristas y escuadrones de la muerte como los que funcionan en Irak. Un
enfebrecido W. Bush ha firmado órdenes secretas que dan a Donald Rumsfeld plena
autoridad para convertir al mundo entero en “zona libre” para esos operativos
encubiertos, que los jefes militares no supervisan y se enteran de ellos cuando
se han ejecutado.
El Pentágono cuenta con una partida de 500 millones de
dólares para reclutar “milicias” locales en distintas partes del planeta. Su
modelo, anota Hersh, es la brutal represión que Londres lanzó en los años 50
contra los Mau Mau de Kenia: las tropas británicas establecieron campos de
concentración, organizaron sus grupos terroristas y asesinaron a miles de
civiles etiquetados como “rebeldes” contra el dominio colonial del Reino Unido.
Se trata de la segunda etapa de la presunta guerra antiterrorista y Washington
organiza más terrorismo contra “la insurgencia mundial”. Es decir, más
terrorismo de Estado contra pueblos y países con pretensiones soberanas. Y sobre
todo con petróleo, como Irán.