Estalló en una letanía de jirones ámbar, dicen, en
cielo ajeno, lloran. Y llevan días lamentando la muerte de un policía
ejemplar, dicen. Pero, a pesar de la pompa y circunstancia y de los
rostros desencajados en medio del frío otoñal, la historia verdadera
nos acribilla con las muertes del muerto general. Porque, en las
alturas de Panamá, en ese brutal instante de fuego, se desató la mayor
tormenta de estrellas fugaces que se recortaron cristalinas en la
cordillera de Nahuelbuta tiñendo de añil la lluvia mapuche. Fue un
estallido descomunal que estremeció la mirada de Alex Lemun y Matías
Catrileo, jóvenes mapuche asesinados por los hombres del general
Alejandro Bernales. Ellos no supieron de la mesura y humanidad que,
dicen, caracterizaba al general; tampoco de la ingente generosidad que,
dicen, prodigaba el general, pues la vida se les escabulló
ineluctablemente enceguecidos por una lluvia de estrellas azules,
pero
tan brillantes
que,
a pesar de los esfuerzos de la clase política, opacarán para siempre la
impecable, dicen, hoja de vida del general. Pero no son sólo los
políticos, sino que también los medios de comunicación que, concertados
en la apelación al dolor, han ungido como héroe a un general de
carabineros que sembró el terror en territorio mapuche cuando fue jefe
de la IX zona de Carabineros de la Araucania. Fue el responsable
operativo de la política de criminalización del movimiento mapuche
impulsado desde el gobierno de Ricardo Lagos y, como tal, el gestor de
la militarizacion de las comunidades consideradas conflictivas. La
resultante de dicha política fueron los allanamientos masivos, las
golpizas a los comuneros, las detenciones arbitrarias, todo en
connivencia con la fiscalía pública que formulaba cargos increíbles
basados en la Ley anti-terrorista.
El mapuche luchaba por
sus derechos colectivos como pueblo, el gobierno ordenaba la represión
y el general Bernales, obsecuentemente, reprimía a hombres, mujeres y
niños por el simple hecho de ser indígenas. Como ha sido siempre.
Entonces, cuesta entender que se diga sin vergüenza que “fue un Oficial
de profundos valores humanistas y cristianos, que privilegió el trabajo
en equipo, el profesionalismo, la integración con la comunidad y la
preocupación por el bienestar de los carabineros y sus familias”.
¿Dónde estaban los valores humanistas entre los helicópteros, las
tanquetas y los gases lacrimógenos que aterraban a las comunidades?
¿Dónde estaba la integración con la comunidad mientras en Temucuicui se
realizaban violentos allanamientos en las madrugadas? ¿Dónde estaba el
cristiano general cuando a Alex, de apenas 17 años, le clavaron para
siempre al viento con un balazo en la nuca? ¿Dónde cuándo a Matías, de
meros 23 años, lo crucificaron sin apelación alguna a la oscuridad, y
cobardemente por la espalda? La respuesta es clara, aunque les duela a
los dolientes de uniforme y de civil que lo quieren transformar en
santo: estaba dando las órdenes para reprimir a un pueblo digno.
El general del terror
Hoy nos hablan de un oficial cercano a sus hombres, cercano al pueblo
llegando, incluso, a calificarlo como el “general del pueblo”. Sin
embargo, el utilizó el terror de manera sistemática en las comunidades,
impuso el miedo y la incertidumbre, violó los derechos humanos de
millares de mapuche. Eso, claro, parece que a pocos les importa, pues
en el arrebol de la tragedia de Panamá, se cantan sus glorias, se
hiperbolizan sus virtudes, se minimizan sus defectos y se esconden sus
crímenes, porque la vida de un indígena vale menos que la vida de un
carabinero. Y, sobre todo, porque persiste una subyacencia racista en
la cultura dominante que obnubila los sentidos; pero también clasista,
ya que este peculiar general del pueblo, no sólo se reprimió a los
mapuche, sino que a todos los sectores sociales que osaron expresar su
disconformidad con el gobierno. De su violencia supieron y sufrieron
los estudiantes secundarios y universitarios, los trabajadores
subcontratistas del cobre, los pescadores artesanales, los trabajadores
forestales y de la salud, entre otros. No obstante, jamás hubo banderas
a media asta ni se decretaron tres días de duelo nacional por el
asesinato de Rodrigo Cisternas, obrero forestal acribillado por
carabineros durante una huelga. Ni por Lemun ni por Catrileo. Nunca.
Entonces nos asiste la sospecha de que detrás de la urgente iconización
y canonización del general Bernales se esconde el más profundo racismo
chileno. Además, por cierto, de la entronización de una política de la
desmemoria que se acerca peligrosamente a la impunidad en un país
donde, a pesar de lo que se nos quiere hacer creer, no todos los
muertos son buenos.
Tito Tricot (Sociólogo / Director del Centro de Estudios Interculturales ILWEN)